Impuestos,
recortes y paro: la madre de todas las resacas
El gestor de fondos y
colaborador de El Confidencial, Daniel Lacalle, prologa Crónicas de la Gran
Recesión II (2010-2012), del economista Juan Ramón Rallo. El
libro saldrá a la venta el viernes 24 de mayo y ese mismo día se presentará en
el Círculo de Bellas Artes de Madrid, dentro de Liberacción, la feria de libros
liberales organizada por el Instituto Juan de Mariana*.
Hace unos meses hicimos una encuesta
entre inversores y gestores sobre cuáles habían sido las causas de la crisis
financiera. Las respuestas fueron muy interesantes y diferentes, pero podrían
converger en un mensaje:toma de riesgo excesivo ante un entorno de tipos de
interés bajo y sobreabundante liquidez. Ello, a su vez, nos conduce a
unos estados y bancos centrales que lanzaron el mensaje de «no se preocupen,
todo va bien, que aquí estamos nosotros para garantizar que se eviten shocks», algo que, por supuesto, no cumplieron. Porque no podían. Ni pueden.
Vivimos en unas economías tan intervenidas que asumimos, casi como una
religión, que los estados y sus bancos centrales son omnipotentes y pueden
cambiar el rumbo de la economía a su placer, garantizando crecimiento eterno.
Olvidamos, por supuesto, que los bancos centrales y estados siempre son
reactivos y, como tales, cuando ponen en marcha procesos de incentivos
perversos, tipos bajos, expansión monetaria y estímulos injustificados, empujan
a los agentes económicos unos cuantos pasos más cerca del borde del precipicio.
Es interesante también comprobar cómo
ese proceso de «toma de riesgo excesivo» nos pasaba desapercibido cuando
vivíamos la fiesta del crecimiento eterno, las compras megalómanas y el endeudamiento.
Un claro ejemplo lo vivimos en España, un país que, supuestamente, crecía más
que ninguno otro y cuyo modelo económico era un milagro y la envidia del mundo
entero. Alemania, sin embargo, aplicando recetas de austeridad y recortes
presupuestarios promovidos por el canciller Schröder, se lanzaba
al «abismo del estancamiento», según comentaba el diarioEl
País en el año 2004.
A muchos economistas, ese modelo de
crecimiento, apalancado y orientado al ladrillo y a la «inversión» -malgasto-
estatal, les sonaba: lo habían visto antes y, como en tantas ocasiones, sabían
que terminaba mal. De hecho, el crecimiento de España, excluyendo el efecto de
deuda, fue muy bajo durante la burbuja, según cifras del FMI y el BBVA. Sin
embargo, en un mundo acostumbrado a repetir las formulas keynesianas de
aumentar el gasto, endeudarse y dar la patada hacia delante, aunque no
funcione, tendemos a negar los problemas, a ignorar los riesgos y a
buscar repetir los mismos errores.
En este libro encontraremos un análisis
muy detallado y ameno de aquellos errores graves que se cometieron y cómo
apartamos la vista e ignoramos sus consecuencias. Efectivamente, hoy nos
quejamos de unas políticas de austeridad que dicen que nos ahogan. Sin
embargo, no podemos hablar de austeridad cuando el gasto estatal, la
deuda y los déficits públicos siguen alcanzando máximos históricos. Lo que
ocurre es que estamos acostumbrados al malgasto y al dinero fácil como
fenómenos «normales». Queremos recuperar el 2005-2007. Sólo hay un
problema: es imposible, no funciona.
Olvidamos que los recortes de hoy son
consecuencia del exceso de gasto del pasado, que las políticas expansivas no
evitan dichos ajustes presupuestarios, como estamos viendo en Estados Unidos o
el Reino Unido. Olvidamos que las soluciones monetaristas y expansivas no
solucionan modelos económicos de baja productividad y obsoletos: los perpetúan.
Y los efectos negativos de cerrar los ojos, imprimir y esperar que escampe son
obvios. Recesión en el Reino Unido, deflación en Japón, estancamiento
en Estados Unidos. Y el paro, ese supuesto objetivo social de las políticas
intervencionistas de estados y bancos centrales, no sólo no baja, sino que las
condiciones laborales empeoran. Porque las políticas expansivas no crean
confianza, sólo desconfianza. Y llevan a algo que pocos economistas keynesianos
son capaces de explicar: la velocidad del dinero, reflejo de la actividad
económica, se desploma. ¿Su solución? Repetir lo que ha fracasado. Nunca es
suficiente, y si no funciona… es porque no se ha hecho de manera contundente.
La peor ‘resaca’ jamás sufrida
El problema del sobreendeudamiento
radica en que nos da una falsa sensación de poder, de riqueza, y nubla
la prudencia a la hora de gastar o invertir. Y que, cuando se acaba, el
efecto «resaca» es peor de lo que nadie imaginaba. Se empieza justificando la
deuda para «hacer inversiones de crecimiento» y se acaba despilfarrando en
gastos tan «sociales» como las decenas de miles de millones que pagamos en
subvenciones. Se empieza pensando que se pagará con crecimiento, luego que se
pagará con más deuda de fondos exteriores, después que se pagará con más
impuestos y, finalmente, se quiebra.
Desde 2003, cada euro nuevo de deuda ha
generado productividades marginales cero y, desde 2004,
negativas, según Goldman Sachs. Es el «umbral de saturación de deuda» que
ignoran nuestros políticos, siempre dispuestos a gastar hoy el dinero de las
generaciones futuras. Efectivamente, la deuda puede ser buena cuando se invierte
de manera prudente y cuando no alcanza unos niveles inaceptables. Pero, como en
todos los procesos de descontrol inversor, llega un punto en que nunca nos
parece alta.
Siempre nos parece que «nuestro
caso es distinto» -mi deuda sobre PIB es menor que la de Japón-, que «a mí no me va
pasar» -España no es Grecia- o el socorrido «yo estoy mal, pero el otro está
peor» -la deuda privada es mayor que la pública-. Son mensajes que sólo buscan
justificar un comportamiento que, en nuestro interior, somos conscientes de que
es inaceptable. Sólo queremos que, aunque sepamos que no es lo correcto, nos
siga fluyendo el dinero.
Es curioso porque el proceso de
expansión salvaje de los balances de los estados y sus bancos centrales siempre
se tiñe de un aura «social», diciendo que se busca bajar el paro y reducir
desigualdades, cuando en realidad es profundamente antisocial y extremadamente
injusto: porque premia al endeudado y al que invierte mal, penalizando con
impuestos e inflación al ahorrador, al prudente y a una clase media que está
siendo aniquilada por las políticas de sostener a bancos y a Estados
elefantiásicos e insolventes.
Más impuestos y más recortes
El Estado, efectivamente, no es una
empresa. Y, como tal, debe también diferenciar su capacidad de endeudamiento.
Porque la deuda privada se contrae libremente. La deuda privada excesiva se
repaga con ampliaciones de capital, desinversiones y caja libre. Si la empresa
no puede pagarla, quiebra, se venden sus activos y se liquida. Sin
embargo, la deuda pública es impuesta obligatoriamente. Además,
esta se repaga con más impuestos y más recortes y, si no se paga, se termina
arruinando a los ciudadanos. Importantes diferencias.
Nos repiten ahora, una y otra vez, que
el Estado tiene que gastar cuando ahorran las familias y empresas para
compensar, sostener la actividad económica y, luego, cuando llega el
crecimiento, entonces es cuando toca ahorrar. Excepto que, oh sorpresa, en
épocas de bonanza los Estados no ahorran. ¿Saben cuál es el número de países de
la OCDE que han visto reducido su gasto público en épocas de bonanza en los
últimos veinte años? Cero.
Es entonces cuando el
sobreendeudamiento se convierte en norma, cuando corremos el riesgo de pasar de
saturación de deuda a una saturación impositiva que genera destrucción de
crecimiento, riesgo de descapitalización y quiebra. La deuda en sí misma no
es mala. La deuda es mala cuando no genera ninguna rentabilidad. Y,
como sucede en cualquier otra actividad económica, hay «inversiones sociales»
que no generan rentabilidad económica y son aceptables, pero estas no pueden
acaparar y sobrepasar a las inversiones que sí generan rentabilidad, porque de
lo contrario entramos en una espiral de gasto que implica más deuda y más
impuestos, un mayor empobrecimiento, menos ingresos, el mismo gasto, más deuda
y la quiebra.
Piensen lo bien que estaríamos hoy si
en 2005, cuando multiplicábamos nuestra deuda por dos, hubiéramos hecho una
huelga con una buena pancarta diciendo: «No hipotequemos a nuestros nietos». El
despilfarro, el gasto y la deuda siempre se toleran. Pero no se suelen valorar
sus consecuencias.
Los beneficios de planificar para
cuadrar gastos e ingresos son muy fáciles de entender: si se equivocan y el
país crece más, se ahorra y se mitigan los impactos si se vuelve a la crisis.
Vamos, lo que todos ustedes hacen cada día. Lo malo de la política de la
cigarra es que cuando llega el invierno ya no queda nada y, lo que es peor, se
depende de la caridad (del BCE, del FMI o de quien sea), que suele venir
acompañada de exigencias que nos empobrecen y nos hacen menos libres. Esta
crisis debería enseñarnos a desconfiar de los incentivos perversos, de los
cantos de sirena de la expansión ficticia y de las llamadas a tomar riesgos
provenientes de estados y políticos cuyo historial de aciertos en sus
inversiones y predicciones sobre el futuro es francamente atroz.
El placebo de los economistas
estatistas
¿Quiénes generaron esos incentivos
perversos? ¿Cómo se llegó a esta situación? ¿Es la solución a la crisis llevar
a cabo las mismas políticas que nos condujeron a ella? ¿Qué papel tienen los
bancos centrales y los Estados a la hora de poner en marcha mecanismos de
crecimiento? En este libro, que recopila algunos de los excelentes artículos de
Juan Ramón Rallo sobre la crisis, encontrarán muchas respuestas. Muchas de
ellas les sorprenderán, porque no van orientadas al «efecto placebo» que nos
intentan vender los economistas estatistas. Pero recuerden: que haya consenso
entre algunos profesionales no significa que tengan razón. Y a las pruebas y
datos me remito: el problema de defender las políticas expansivas y
estatistas es la evidencia empírica de sus fracasos. Y cuanto más se
aplican, más contundentes se vuelven los argumentos en contra.
Este libro les ayudará a entender mejor
la crisis, valorar distintas opciones, cuestionar los dogmas establecidos y
llegar a sus propias conclusiones. Además, ofrece soluciones. De ahí que se
trate de una publicación imprescindible que merece la pena consultar una y otra
vez ante las recurrentes tentaciones de los diferentes Gobiernos por repetir
formulas caducas e ineficaces… pero, eso sí, consensuadas. Como decía Margaret
Thatcher, el consenso es el abandono de toda creencia, principio y valores; por
lo tanto, sólo es algo en lo que nadie cree y, por supuesto, nadie cuestiona.
Evitémoslo.
*Crónicas de la Gran
Recesión II (2010-2012), Juan Ramón Rallo, Unión Editorial, 2013, 425
páginas
Tomado textualmente de "El Confidencial"